PARAR EL MUNDO
“Su argumento era que me
estaba enseñando a ver, cosa distinta
de solamente mirar y que parar el mundo era el primer paso de ver” (Carlos Castaneda, VI, 10).
Puesto
que la realidad es una descripción, el mundo de nuestro diario vivir está
conformado por múltiples descripciones que se anudan en continuidades a las que
don Juan llama también “inventarios”; dice que los hombres somos criaturas de
inventario, y que conocer los detalles de determinados inventarios es lo que
hace al ser humano un profesional, un conocedor de un campo específico (CS
207-208). Hemos dicho que es éste un sistema de conocimiento del cual somos miembros con una porfiada pertinencia.
Tal pertenencia limita nuestra percepción; si queremos ampliarla hemos de
cambiar de referencias, ir a otro sistema de conocimiento. El primer paso en
este cambio es detener ese mundo de nuestras descripciones de cada día.
Nos
hablamos incesantemente a nosotros mismos acerca de nuestro mundo. De hecho,
mantenemos nuestro mundo con nuestro diálogo interno. Y cuando dejamos de
hablarnos sobre nosotros mismos y nuestro mundo, el mundo es como debería ser.
Con nuestro diálogo interno lo renovamos, le damos vida, lo sostenemos. No solo
eso, sino que escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De ahí
que repitamos nuestras acciones una y otra vez hasta el día en que morimos,
porque continuamos repitiendo nuestro mismo diálogo interno una y otra vez
hasta el mismo momento de la muerte. Un guerrero es conciente de ello y lucha por
detener su diálogo interno.
Parar el mundo consiste en introducir un
elemento disonante en las continuidades de descripciones con el fin de detener
ese permanente fluir de acontecimientos comunes catalogados por nuestra
racionalidad. Ese elemento disonante es lo que don Juan llama “no-hacer”. Hacer es cualquier cosa que forma parte
de una realidad de la cual podemos
dar cuenta racionalmente. No-hacer es
un elemento que no forma parte de esa realidad conocida (CS 207).
Su
primera experiencia de parar el mundo
la tiene Carlos en una noche en la montaña, a donde es enviado por don Juan, y
en la que se encuentra con un escarabajo negro y conversa con un coyote
luminoso y bilingüe. Lo vivido en esa ocasión tiene en Carlos el efecto de una
iluminación, ve las líneas del mundo,
y entra en un éxtasis del que sale confortado, lleno de paz; se duerme, y al
despertar reencuentra su mundo de siempre. El análisis que don Juan hace de
esta experiencia es que ciertamente no se trataba de un coyote, ni de que éste
hablase. Dice simplemente que “tu cuerpo entendió por vez primera” y que lo verdaderamente importante es cuando
el cuerpo se da cuenta de que puede ver (VI
338-350).
Las
continuidades de nuestras descripciones nos dan la idea de que somos un bloque
sólido, enseña don Juan. La certeza de que somos inmutables es la que sostiene
nuestro mundo. Podemos aceptar la posibilidad de modificaciones de conducta, de
reacciones o de opiniones. Pero no vamos más allá de este orden básico. Cuando
tal orden queda interrumpido, nuestro mundo se detiene y se viene abajo nuestra
racionalidad, con todo el orden que sustenta (CS 206).
La
debilidad de la razón para dar cuenta
de toda nuestra posibilidad cognoscitiva se debe a que se relaciona solo con
uno de los ocho puntos del hombre:
con el habla. En cambio, la voluntad se relaciona con el sentir, el soñar, y el ver. Nos
movemos entre la razón y el habla, y a eso llamamos entendimiento. Pero hay
otros seis puntos más que el hombre puede manejar - y don Juan subraya que se
trata de manejar, no de entender -; nos movemos dentro de la
racionalidad y los lenguajes y olvidamos los puntos relacionados con la voluntad que don Juan define como una
fuerza, una sensación que sale del guerrero que tiene poder, con la cual puede
“agarrar” cosas (RA 176). Los ocho puntos componen la totalidad de uno mismo.
Los dos primeros, la razón y el habla los conocemos todos. El sentir es algo vago, pero en cierto modo
familiar. Más allá del umbral que separa el mundo corriente del mundo de los
brujos percibe uno el soñar, el ver, y la voluntad. Y en el último borde de ese mundo se encuentra uno con
los otros dos, que no alcanzamos siquiera a nombrar (RP 130).
Cuando
hemos conseguido parar el mundo se nos presenta el silencio interior, estado natural de la
percepción humana, en el que los pensamientos se encuentran bloqueados y todas
nuestras facultades operan a partir de un nivel de conciencia que no requiere
la intervención de nuestro sistema cognitivo ordinario. Allí somos capaces de
funcionar en niveles de percepción que revelan mundos en sí mismos,
indescriptibles y por consiguientes inexplicables en términos de los esquemas
lineales que emplea el estado habitual de la percepción al explicar el universo
(PM 160).
Este silencio interior ha de ganarse
mediante una disciplina constante, una voluntad inflexible. Es la puerta de un
conocimiento que debe ser acumulado en el cuerpo, almacenado parte por parte;
resultado de un aprendizaje explícito (EJ 229) y mediante la aplicación de una intención rígida manifestada en la frugalidad o aptitud física; en el juicio recto entendido como una
evaluación de los hechos impuestos por el aprendizaje en función de la
totalidad del mismo; y en la obediencia
a los hechos del aprendizaje (EJ 230-231). Básicamente, este aprendizaje
consiste en obligarse uno mismo al silencio, aunque sea por unos pocos
segundos, hasta lograr un umbral que
varía de persona a persona, pero que - una vez logrado - desencadena por sí
solo el silencio interior. La única
manera de conocer cuál es ese umbral es en la práctica; hasta que, de pronto,
el mundo se detiene y se ve el fluir de la energía (PM 161).
Don
Juan advierte sobre los peligros de esta situación, cuyos efectos son
inquietantes por la manifestación del cuerpo
energético o configuración energética del cuerpo físico. La única manera de enfrentarlos y de no disociar
ambas configuraciones, física y energética, es una actitud pragmática, fruto
del buen estado físico (PM 162).
Ejercicio
fundamental en la práctica del silencio
interior es detener el diálogo interno. Y para ello, don Juan enseña una
práctica: caminar largos trechos sin enfocar los ojos en nada, cruzando
levemente los ojos para obtener no una visión directa sino que periférica. Dice
que así es posible percibir en forma casi simultánea cada elemento del panorama
en un amplio ángulo frente a uno. Luego de una práctica de años, de pronto se
percata uno de que suspender el diálogo interno implica algo más que reprimir las palabras que uno se
dice a sí mismo: todos los procesos intelectuales se detienen, y se siente uno
como suspendido, flotando. Ante el pánico experimentado por Carlos cuando esto
le sucede, don Juan le explica que es el diálogo interno el que nos hace
arrastrarnos, que el mundo es así como es solamente porque hablamos con
nosotros mismos acerca de que es así como es. Cambiar la idea del mundo es la
clave de la brujería, enseña don Juan. Y la única manera de lograrlo es detener
el diálogo interno a través de un aprendizaje largo y paciente: apurarlo solo
trae trastornos y morbidez (RP 24-25).
La
sensación que tenemos en esta experiencia es la de dos mundos separados; uno,
el habitual y acostumbrado, aquel en que nos refugiamos; otro, lejano, difícil,
aterrador. Entre ambos, un umbral que se abre y se cierra, y que no nos
atrevemos a franquear... hasta, que de pronto, damos un salto. Y lo que vemos
no nos agrada, como una llanura al viento, insegura, temible (EJ 220). Pero,
advierte don Juan, no hay dos mundos: solo uno, el mundo del hombre (EJ
183-184). Pero ese mundo hemos de ser capaces de sentirlo todo, de lo contrario
pierde su sentido (RA 10), y, desde nuestras descripciones corrientes es un
mundo muy estrecho el que solemos ver (RA 49). Ese mundo está lleno de cosas
increíbles (RA 246-248) y hay que tomarlo como lo que es: un misterio (RA 253).
Los afanes de “cambiar el mundo” pierden aquí todo sentido (RA 25-28).
Pero
hay diferencias entre ese mundo de nuestras descripciones de cada día y el que
don Juan llama el “mundo de los brujos”, más allá del umbral, de la “pared de
niebla” (DA 209-210), de la “cortina del otro mundo” (FI 75) que los separa;
entre el “mundo de la razón” y el “mundo de la voluntad” (RA 145/153-156).
Ambos constituyen el “mundo del hombre”; y para verlo hay que aprender a mirar
el mundo como lo ven los brujos, pero tampoco quedarse con él (nuevamente, es
solo una descripción): solo logramos ver más allá de cualquier descripción, y
quedándonos entre medio de las descripciones (VI 350). El aspecto peligroso de
esta multiplicidad de “mundos” es que puede resultar desquiciante, como en el
caso de quien emplea métodos rápidos (por ejemplo, las drogas) para adentrarse
en ellos. Pero, enseña don Juan, el guerrero
sabe que el mundo no es ni lo uno ni lo otro: su secreto es que “cree sin
creer” porque tiene que creer: el
mundo es para él un desafío y lo enfrenta empleando su desatino controlado (RP 145). Y sabe que los mundos son reales: que
pueden actuar sobre ti (VI 348). Y que serás como sean los mundos que
describes. Conocimiento y vida son una misma cosa.
Aquí
está el nudo gordiano de este asunto de parar
el mundo: si aprendemos a hacerlo, si lo hacemos habitualmente, si logramos
movernos entre el mundo de la razón y el mundo de la voluntad, entre el mundo
ordinario y el mundo de los brujos, entre los diferentes mundos que seamos
capaces de describir, y si aprendemos a hacerlo escurriéndonos entre esos
mundos, tendremos la libertad al alcance de la mano. Nos habrá sido dada por un
conocer diferente, fluido, capaz de volar, capaz de admirarse y de reír,
enraizado en una trama que en absoluto se confunde con las descripciones
habituales de nuestras aprendidas continuidades e inventarios.
El
esfuerzo por llegar a este punto vale la pena.
Está en juego nuestra actitud en la vida, nuestra capacidad de gozar, nuestra
libertad, nuestro fuego interior,
para emplear la terminología de don Juan. No nos damos cuenta, pero vivimos
encerrados en una cárcel cuyos barrotes labramos nosotros mismos desde niños:
las descripciones que configuran nuestra “realidad”. Son ellas las que nos
hablan de bien y mal, de lo mío y lo tuyo, de enfermedades y muerte, de dicha y
quebranto, de envejecimiento, de deterioro, de deseos no cumplidos. Y ponemos
en la puerta de esa cárcel al más vigilante de los carceleros: nuestro propio
yo. A veces esa cárcel nos hastía, y recurrimos a otros para que nos ayuden no
a acabar con ella, sino que a remozarla; y no faltan los consejeros, siquiatras
y gurúes que nos ayuden a hacerlo. Pero la cárcel sigue allí: más o menos
amable, pero cárcel siempre.
Solamente
saldremos de ella si tenemos el valor de colarnos por entre las rendijas de
nuestras descripciones hacia realidades no dichas, más allá de todo decir. Y,
desde allí, como desde una altura que nos permite ver el panorama en su totalidad,
regresar a esas descripciones sabiendo lo que son, empleándolas
estratégicamente, obligándonos a emplearlas en función de múltiples
connivencias. Pero sin que nos manejen y encierren, modificándolas una y otra
vez para mantenerlas en su relatividad, en su cambiante variabilidad.Y,
más allá de toda descripción, lo indecible de que formamos parte. (GGN)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
"Que tu comentario sea respetuoso; que tu crítica sea constructiva..."