LA REALIDAD ES UNA DESCRIPCIÓN
“Con el fin de
presentar mi argumento, debo antes explicar la premisa básica de la brujería,
según don Juan me la presentó. Dijo que, para un brujo, el mundo de la vida
cotidiana no es real ni está allí, como nosotros creemos. Para un brujo, la
realidad, o el mundo que todos conocemos, es solamente una descripción” (Carlos
Castaneda, VI 8-9).
En varios pasajes Castaneda aclara
que emplea el término “brujería” porque es el usado por don Juan para designar
su sistema de conocimiento y prácticas (VI 8). Que es un mal nombre, pero que
don Juan mismo no había encontrado mejor alternativa (CS 9). Nos dice que la
brujería es un “estado de conciencia”, la “habilidad de usar otros campos de
energía que no son necesarios para percibir el mundo que conocemos”, la
”habilidad de percibir lo que la percepción común no puede captar” (CS 11).
El hombre necesita ahora, más que nunca,
aprender ideas nuevas, que se relacionen exclusivamente con su mundo interior -
aclara don Juan -; ideas de brujo, no ideas sociales; ideas relativas al hombre
frente a lo desconocido, frente a su muerte personal (CS 301). Así, la brujería
no es cuestión de encantamiento ni abracadabras - nos dice - sino la libertad
de percibir no solo el mundo que se da por sentado: también todo lo que es
humanamente posible. Sin embargo, el hombre le tiene terror a ese nuevo sistema
de conocimiento que él designa como “brujería”: tiembla de miedo ante la
posibilidad de ser libre... “y la libertad está allí, a un centímetro de
distancia” (CS 238).
La base de ese terror está en la ruptura de
una membrecía: aquélla que define
nuestra pertenencia a un mundo, el nuestro. Esa membrecía la vamos adquiriendo
desde el momento en que nacemos a través de las múltiples descripciones que nos
van entregando las personas que nos rodean y las que nosotros mismos nos vamos
haciendo a través de las variadas convivencias en que crecemos y evolucionamos.
Llega el momento en que de niños somos ya capaces de percibir un mundo
específico, tal como nos lo han descrito, y lo hacemos por nosotros mismos: en
ese momento somos ya miembros de este
mundo y podemos interpretarlo de acuerdo con las descripciones adquiridas, que
se validan a sí mismas, anudándose en continuidades que configuran nuestro yo.
(VI 9). Los mundos a que pertenecemos son específicos y diferentes de una
persona a otra; el mundo de un pintor, por ejemplo, tiene diferencias
importantes con respecto del de un economista. Pero, pese a esas diferencias,
todos estos mundos tienen una nota común: definir lo que en los trabajos de
Castaneda se define como “realidad ordinaria”, aquélla dentro de la cual se
desarrollan las conversaciones de nuestro diario vivir, nuestra experiencia
cotidiana; adherimos al sistema de conocimiento implicado en esta realidad porque nos da la seguridad de
lo conocido.
Entrar en otro sistema de conocimiento es
adquirir otra membrecía: otras descripciones en las que aparece un mundo
diferente. Todo el aprendizaje de Carlos con don Juan se orienta, precisamente,
a adquirir esa nueva membrecía. Premisa básica de ese sistema es que el mundo
de la vida cotidiana no es real ni está allí, tal como creemos; está
constituido por continuidades de descripciones que percibimos con la fuerza de
un mandato (DA 283-284). El conocimiento no es cualquier cosa ni un mecanismo
humano universal: es un sistema de descripciones y prácticas a las que se
pertenece; y como resultado de ese sistema de descripciones aparece una
realidad, y no otra. Si las descripciones cambian, la realidad cambia; entramos
en otro sistema de descripciones y prácticas. Lo que don Juan llama brujería es un modo de conocer
diferente, que produce realidades diferentes a través de descripciones también
diferentes.
Pero, ¿existe un sistema de mayor valor que
el otro? ¿Existe un sistema verdadero
por oposición a otro falso o
ficticio? Carecemos de referente externo a nuestro mismo proceso de conocer que
nos permita responder a estas preguntas. Conocedor, conocido y conocimiento
somos un solo proceso y no nos es posible salirnos de él para validarlo desde
fuera. Don Juan nos dice que ni el mundo configurado por las descripciones de
la realidad ordinaria ni el de la brujería, configurado por sus propias
descripciones, son reales. Que es posible estar en el uno y en el otro a la vez;
que podemos desplazarnos estratégicamente entre un sistema y otro. Pero,
advierte, si queremos ver, esto es,
ir más allá de cualquier sistema de descripciones, hemos de aprender a mirar el
mundo en alguna otra forma, y colarnos por entremedio de esas diversas formas
de describir, no quedándonos con ninguna, parando
el mundo (VI 338-350).
La ruptura de las continuidades de
descripciones que configuran nuestra realidad ordinaria, nuestra membrecía dentro de ese sistema de
conocimiento, puede ser lenta, a través de un largo proceso; pero, por lo
general, llega un momento en que nos es violenta. Puede suceder de un modo no
previsto o de manera intencional, provocada; y en ambos casos tiene las
características de una profunda remoción de nuestra conciencia, que nos produce
temor. En el caso de sus enseñanzas a Carlos, don Juan produce este quiebre
empleando plantas de poder: peyote y
datura. Pero advierte que tal práctica es solo inicial, que “las plantas de
poder son solo una ayuda” (VI 350) para empujar a su aprendiz a salir fuera de
su sistema de referencias. El efecto de estas plantas en Carlos es
desquiciador: todo queda violentamente removido. En mi propia experiencia no he
recurrido a ese tipo de práctica, y - en cambio - soy testigo de que existen
otras que tienen el mismo efecto de ayudar a romper las continuidades de
descripciones de la realidad ordinaria en forma más lenta, menos conflictiva y
más permanente. Precisamente las enseñanzas de don Juan aparecieron en mi vida
después de más de 30 años de práctica del yoga, y he podido comprobar las
coincidencias. Por eso me alegra que en
la actualidad, Carlos Castaneda promueve la práctica de determinados ejercicios
para lograr modificar estados de conciencia.
La enseñanza de que la realidad es una
descripción es de la mayor importancia. Vivimos condicionados por los mundos
que tejemos, sin darnos cuenta de que somos nosotros quienes manejamos el
telar. Nos sometemos a modos de ser originados en una descripción que llamamos
“carácter”; nos achacan descripciones a las que llamamos “enfermedades”,
atribuyéndolas a agentes externos que la medicina se encarga de describir.
Describimos dioses y sistemas de creencias a las que nos sometemos; nos
llenamos de códigos éticos, de normas de convivencia, de cumplimientos
sociales. Armamos formas de gobierno y nos hacemos ranas de reyes cuyo poder
estriba en necesidades que nos autoimponemos. Ensamblamos nuestras
descripciones con las de otros y establecemos sociedades y modos de vivir en
los que nos sentimos al resguardo, más o menos seguros, con escasa conciencia
de que son cárceles cuyos muros limitan nuestro conocer y - por consiguiente -
nuestra vida a espacios extremadamente estrechos que - por lo general -
definimos en términos de trabajo, profesión, realización personal,
nacionalidad, familia, ideologías. “Modalidad de la época” llama don Juan a
estos grandes conjuntos de descripciones que nos hacen y configuran nuestro día
a día. Dice que esta modalidad de la
época determina el conjunto de campos de energía que percibimos, los que
absorben toda nuestra energía, “dejándonos sin nada que pueda ayudarnos a
percibir otros campos de energía, otros mundos” (CS 10).
Pero en los seres humanos hay algo más de
lo que aparece a simple vista, enseña don Juan; existe un poder incalculable al
alcance de la mano, en nosotros mismos, y podemos manejarlo (CS 11). El acceso
a este poder pasa por hacernos miembros de
otro sistema de conocimiento. En él, las enfermedades y la muerte pierden su
fuerza; la autorreferencia deja de tener sentido; el temor y la inseguridad
ceden el paso al asombro y la risa; las ideologías no pasan de ser armazones de
palabras. La supuesta correspondencia entre los decires y los objetos
desaparece; la existencia de un mundo objetivo que nuestros lenguajes describen
adecuadamente no es más que un indemostrable postulado.
Todo el afán de conocimiento válido,
verdadero, científico, que ha sido la nota característica de ese
desencantamiento del mundo al que hemos llamado “modernidad” se desvanece en
una débil columna de humo ante la fuerza de un conocimiento diferente. Y los
lenguajes mismos adquieren su verdadera dimensión: la de ser decires, formas de
acercarnos a un mundo que no logramos asir desde ellos sino que se nos muestra
como un límite, un horizonte. ¡Cuántas guerras, muertes y sufrimientos
habríamos podido evitar!
El reencantamiento del mundo y con él la
recuperación de la más vasta dimensión de lo humano pasa por un nuevo sistema
de conocimiento abierto a lo admirable, permeado por lo maravilloso,
resacralizado. No es la tecnociencia la que nos dará la felicidad ni el
aumentar lo que poseemos el medio para una vida plena. Solo lo hará un cambio
de conciencia.
Esta nueva conciencia humana está aquí, a
nuestro alcance. Está en nosotros. Para acceder a ella necesitamos cortar las
ataduras de nuestras descripciones, detener ese mundo que hemos armado nosotros
mismos, romper las amarras descriptivas que nos ligan a él. Redecirlo. Y, una
vez redicho, volver a redecirlo una y otra vez: la nueva conciencia aparece
solo traspasando continuamente el umbral de nuestras diferentes membrecías.
¿Es posible esta independencia? Las
enseñanzas de don Juan nos muestran un camino que comienza por convencernos de
la naturaleza descriptiva de lo que llamamos “realidad”. Tal convencimiento no
es racional: la razón no es nada sin descripciones, y las defenderá hasta el
fin. Dejar atrás la dependencia de lo racional es la tarea que enfrenta Carlos
en su aprendizaje con su maestro yaqui, y es la que nos propone su testimonio.
La recepción que estas enseñanzas han tenido en todo el mundo y en los más
diversos ambientes es una señal de su validez, de que son una respuesta a
nuestra íntima búsqueda de un mundo nuevo. Para ello, nos dice don Juan, debemos
“parar el mundo”. (GGN)
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