EL ARBOL DE TAMOANCHAN
La concepción prehispánica sobre las causas y el destino de nuestra existencia recibía el nombre de Nemilistli, el sentido de la vida. Tal como vemos en la siguiente cita, pensaban que la vida en su totalidad tiene dos fases: la primera transcurre en el mundo de las esencias, y la segunda, en el de las apariencias.
"Una tradición que corría entre los indios (decía) que había dos mundos o dos maneras de gentes. El primero (espiritual), en que los hombres se transformaron en animales y astros (poderes naturales). En el segundo (concreto), habiendo de ser la transformación según los méritos de cada uno." (Alarcón, Tratado de las Idolatrías)
Se creía que los principios vitales del hombre (no confundir con el concepto cristiano del alma) proceden de Chichikuau'tlan, el lugar del árbol de los pechos, una forma de existencia no individual donde los niños que aun no han nacido "maman" de la fuente de la vida. La muerte de los niños lactantes implicaba su retorno automático al árbol del origen.
Pero, desde el momento en que la criatura comía su primer bocado de maíz (la planta que nos sacó del estado animal y nos hizo hombres), comenzaba su vida social, generadora de responsabilidad. A su vez, la responsabilidad asumida producía mérito espiritual, y este, logros de conciencia.
La responsabilidad era considerada como un fuego que cristaliza definitivamente nuestros principios conscientes, permitiéndonos trascender los efímeros plazos de la existencia mortal. Esto merece una explicación: los toltecas consideraban que la vida es un don divino, y por esa razón, tiene un carácter absoluto y definitivo. Sólo los niños estaban facultados para regresar una y otra vez al plano terrestre:
La concepción prehispánica sobre las causas y el destino de nuestra existencia recibía el nombre de Nemilistli, el sentido de la vida. Tal como vemos en la siguiente cita, pensaban que la vida en su totalidad tiene dos fases: la primera transcurre en el mundo de las esencias, y la segunda, en el de las apariencias.
"Una tradición que corría entre los indios (decía) que había dos mundos o dos maneras de gentes. El primero (espiritual), en que los hombres se transformaron en animales y astros (poderes naturales). En el segundo (concreto), habiendo de ser la transformación según los méritos de cada uno." (Alarcón, Tratado de las Idolatrías)
Se creía que los principios vitales del hombre (no confundir con el concepto cristiano del alma) proceden de Chichikuau'tlan, el lugar del árbol de los pechos, una forma de existencia no individual donde los niños que aun no han nacido "maman" de la fuente de la vida. La muerte de los niños lactantes implicaba su retorno automático al árbol del origen.
Pero, desde el momento en que la criatura comía su primer bocado de maíz (la planta que nos sacó del estado animal y nos hizo hombres), comenzaba su vida social, generadora de responsabilidad. A su vez, la responsabilidad asumida producía mérito espiritual, y este, logros de conciencia.
La responsabilidad era considerada como un fuego que cristaliza definitivamente nuestros principios conscientes, permitiéndonos trascender los efímeros plazos de la existencia mortal. Esto merece una explicación: los toltecas consideraban que la vida es un don divino, y por esa razón, tiene un carácter absoluto y definitivo. Sólo los niños estaban facultados para regresar una y otra vez al plano terrestre:
"Los niños que mueren antes de que coman maíz o dejen de mamar, regresarán a la casa de sus padres; pero los viejos que mueren no han de tornar." (Fernández de Oviedo XI)
Como podemos comprender, esta visión no evadía la certidumbre de nuestra finitud. Por el contrario, generaba en el tolteca una percepción directa de la muerte, que no era considerada una enemiga, sino un estímulo digno y necesario para el guerrero. De ello derivaba un sentimiento de urgencia por aprovechar el tiempo, por expresar sin ambages la plenitud de nuestras posibilidades.
Aun después de cinco siglos de adoctrinamiento cristiano, la muerte, en su sentido prehispánico, sigue siendo una activa presencia en la vida de los mexicanos. Consideraban que nuestra vida cotidiana se desarrolla en Tlaltikpak, sobre la tierra, la parte exterior o superficial del Universo. La peculiaridad de esta forma de existencia es que todos estamos hipnotizados por los influjos de Mayawel, la embriagadora, una diosa, o mejor dicho, una función divina cuyo nombre deriva de la misma raíz Mai que dio origen en la India a la doctrina de Maya, la "gran ilusión".
Mayawel era la "hermana" o aspecto femenino de Ketsalkoatl. El libro sagrado maya describe así su manipulación sobre la conciencia humana:
"Entonces el Corazón del Cielo sopló sobre los ojos (de los primeros hombres), los cuales quedaron empañados como cuando se sopla sobre la luna de un espejo, y se oscurecieron." (Popol Vuh III.3)
Debido a este estado de velación, mientras los seres humanos permanecemos sobre la tierra, somos incapaces de percibir directamente el universo de Teotl, la energía, y únicamente nos concentramos en Tlakeke, los objetos; esto hace que el mundo nos parezca "objetivamente" real.
Tlaltikpak es el plano más denso de la conciencia, el único donde hay gravedad y donde son posibles la mentira y la confusión, porque no hay transparencia mental. Sólo podemos abandonarlo a través de la puerta misteriosa de la muerte y el sueño.
Según el texto sagrado, nuestro reto, mientras estamos atados por los lazos de la Deidad "embriagadora", es generar Ishtli Yollotl, cara y corazón, esto es, una identidad y un carácter que nos permitan resistir concientes allí donde no hay ninguna razón humana o animal para hacerlo.
Pero la Tierra no es el único destino de la conciencia. Afirmaban los mexicanos que, una vez que morimos, la experiencia que hemos acumulado durante toda la vida permanece activa como Sennamiki, memoria de unidad. Ello significa que, aun por algún tiempo, seguimos dándonos cuenta de las cosas y reaccionando como si fuésemos "nosotros mismos".
"Decían los antiguos que cuando morían los hombres, no perecían, sino que de nuevo comenzaban a vivir, casi despertados de un sueño." (Sahagún, Historia General III)
Según un texto azteca, en la generalidad de los casos, la duración de ese recuerdo es de cuatro años terrestres (que pueden parecer un tiempo infinitamente largo o breve para la subjetividad del difunto):
"A los cuatro años ya hay disolución, ya se pierde el recuerdo, ya nada permanece ahí." (Informantes de Sahagún)
Afirmaban que los estados o planos de conciencia a donde va la memoria durante ese tiempo difieren, según sea la forma en que se haya vivido, y sobre todo, según sea el estado emocional y mental en que esté inmersa la persona al momento de morir. De ahí que morir fuera considerado un arte supremo, y la mayoría de la gente procurase hacerlo en medio de la batalla o en el cumplimiento del deber, es decir, en el esplendor de la energía.
Quienes siguieron en vida el camino de la satisfacción de los sentidos o murieron de una muerte ordinaria, iban de cabeza al Miktlan, lugar de los muertos, y se convertían en Mikteka, espíritus tenebrosos.
"Hacían ofrendas a los muertos durante cuatro años, pues creían que en ese tiempo no iban las animas al lugar de su descanso, (sino que) tenían mucho trabajo, frío y cansancio, y pasaban por unos lugares llenos de espinas." (Códice Telleriano)
El Miktlan estaba dividido en nueve estancias o grados de atención, donde todos los apegos, recuerdos y compromisos con el mundo eran rigurosamente "molidos" y desintegrados, hasta que la conciencia individual se integraba de nuevo con su fuente cósmica.
Miktlan no era el infierno, tal como lo entienden las religiones dualistas, sino un mundo de conciencia superior a la Tierra, donde se rompe gradualmente la embriaguez de los sentidos, lo cual puede ser muy duro para los apegos personales. El estado subjetivo de quienes permanecían allí era calificado de Temiktli, sueño de tipo humano.
En cuanto a aquellas personas que padecieron debido a una larga enfermedad física o mental que quemó sus apegos materiales, así como los suicidas, los que fueron marcados por el rayo y los ahogados, se creía que iban al Tlalokan, mundo de Tlalok, donde se transformaban en dos tipos de espíritus de la Naturaleza: los Awake, proveedores, y los Tlaloke, formadores.
Esta transformación dependía de la manera en que había vivido la persona:
"Dicen los viejos que quienes son de buen corazón, los piden los Tlaloke y los llevan a su casa en el Tlalokan, donde viven junto al Señor de la libertad. Y viven una primavera eterna, que nunca se marchita, que constantemente brota y se recrea, que florece para siempre." (Códice Florentino VI.21)
En el Tlalokan la conciencia se recuperaba del estrés de la vida terrestre y se regocijaba trabajando como auxiliar divino. El estado subjetivo de sus moradores se calificaba de Temishochitl, sueño florido. Ellos podían comunicarse con los vivos a través del sueño lúcido.
En un orden superior estaba el destino de los guerreros, los santos y los héroes, los sacrificados por la fe y las mujeres muertas en el parto, cuyas características comunes eran el heroísmo y el sentido del deber. Tales difuntos no tenían que pasar por los grados espirituales de los Mikteka, los Awake y los Tlaloke, sino que iban directamente al Tonalokan, lugar del sol, un sitio de felicidad plena donde se volvían Tonaloke, espíritus ardientes, y acompañaban al Sol y a los astros en su eterno movimiento. Su estado subjetivo se calificaba como Melawakatinemi, sueño verdadero.
Afirmaban que los estados o planos de conciencia a donde va la memoria durante ese tiempo difieren, según sea la forma en que se haya vivido, y sobre todo, según sea el estado emocional y mental en que esté inmersa la persona al momento de morir. De ahí que morir fuera considerado un arte supremo, y la mayoría de la gente procurase hacerlo en medio de la batalla o en el cumplimiento del deber, es decir, en el esplendor de la energía.
Quienes siguieron en vida el camino de la satisfacción de los sentidos o murieron de una muerte ordinaria, iban de cabeza al Miktlan, lugar de los muertos, y se convertían en Mikteka, espíritus tenebrosos.
"Hacían ofrendas a los muertos durante cuatro años, pues creían que en ese tiempo no iban las animas al lugar de su descanso, (sino que) tenían mucho trabajo, frío y cansancio, y pasaban por unos lugares llenos de espinas." (Códice Telleriano)
El Miktlan estaba dividido en nueve estancias o grados de atención, donde todos los apegos, recuerdos y compromisos con el mundo eran rigurosamente "molidos" y desintegrados, hasta que la conciencia individual se integraba de nuevo con su fuente cósmica.
Miktlan no era el infierno, tal como lo entienden las religiones dualistas, sino un mundo de conciencia superior a la Tierra, donde se rompe gradualmente la embriaguez de los sentidos, lo cual puede ser muy duro para los apegos personales. El estado subjetivo de quienes permanecían allí era calificado de Temiktli, sueño de tipo humano.
En cuanto a aquellas personas que padecieron debido a una larga enfermedad física o mental que quemó sus apegos materiales, así como los suicidas, los que fueron marcados por el rayo y los ahogados, se creía que iban al Tlalokan, mundo de Tlalok, donde se transformaban en dos tipos de espíritus de la Naturaleza: los Awake, proveedores, y los Tlaloke, formadores.
Esta transformación dependía de la manera en que había vivido la persona:
"Dicen los viejos que quienes son de buen corazón, los piden los Tlaloke y los llevan a su casa en el Tlalokan, donde viven junto al Señor de la libertad. Y viven una primavera eterna, que nunca se marchita, que constantemente brota y se recrea, que florece para siempre." (Códice Florentino VI.21)
En el Tlalokan la conciencia se recuperaba del estrés de la vida terrestre y se regocijaba trabajando como auxiliar divino. El estado subjetivo de sus moradores se calificaba de Temishochitl, sueño florido. Ellos podían comunicarse con los vivos a través del sueño lúcido.
En un orden superior estaba el destino de los guerreros, los santos y los héroes, los sacrificados por la fe y las mujeres muertas en el parto, cuyas características comunes eran el heroísmo y el sentido del deber. Tales difuntos no tenían que pasar por los grados espirituales de los Mikteka, los Awake y los Tlaloke, sino que iban directamente al Tonalokan, lugar del sol, un sitio de felicidad plena donde se volvían Tonaloke, espíritus ardientes, y acompañaban al Sol y a los astros en su eterno movimiento. Su estado subjetivo se calificaba como Melawakatinemi, sueño verdadero.
"Aquel que va con integridad a la muerte heroica, viene a llamarlo el Sol, vive a su lado. Constantemente y para siempre es feliz. Muchos desean, muchos buscan este tipo de muerte." (o. c.)
De ellos dice un poema azteca:
"Cuando morimos, no es verdad que morimos, porque vivimos en verdad, seguimos viviendo, despertamos a una existencia feliz. Así se dirigían al muerto cuando moría, le decían: `Despierta, ya el cielo enrojece, ya se levanta la aurora, ya cantan los faisanes color de llama, las golondrinas color de fuego, ya vuelan las mariposas'. Quien se ha muerto se ha vuelto Dios." (Códice Matritense)
A pesar de la influencia de la forma de morir en la forma de sobrevivir, se creía que, en última instancia, todos los destinos eran dictados por Ketsalkoatl desde el momento en que el niño comenzaba a crecer:
"Es en la infancia, siendo aun libre la persona, cuando tienen compasión de ella Nuestro Señor y le da sus dones... Y es en la infancia, en la edad de la pureza, cuando se merece una buena muerte." (o. c.)
Independientemente de las estaciones transitorias de la conciencia, los toltecas creían que el destino final de todos los seres, después de su periplo por los reinos de la muerte, era llegar al Tamoanchan, la casa de nuestro origen, donde tenía su residencia espiritual Nuestro Señor Ketsalkoatl. El jeroglífico con que representaban este lugar era el caduceo: un árbol-serpiente.
Tamoanchan era el estado original y final de la creación, y la aspiración conciente o inconsciente de casi todos los seres humanos. De hecho, los toltecas interpretaban nuestro paso por la tierra como una ilusión; la verdadera vida tenía lugar allí:
"Cuando morimos, no es verdad que morimos, porque vivimos en verdad, seguimos viviendo, despertamos a una existencia feliz. Así se dirigían al muerto cuando moría, le decían: `Despierta, ya el cielo enrojece, ya se levanta la aurora, ya cantan los faisanes color de llama, las golondrinas color de fuego, ya vuelan las mariposas'. Quien se ha muerto se ha vuelto Dios." (Códice Matritense)
A pesar de la influencia de la forma de morir en la forma de sobrevivir, se creía que, en última instancia, todos los destinos eran dictados por Ketsalkoatl desde el momento en que el niño comenzaba a crecer:
"Es en la infancia, siendo aun libre la persona, cuando tienen compasión de ella Nuestro Señor y le da sus dones... Y es en la infancia, en la edad de la pureza, cuando se merece una buena muerte." (o. c.)
Independientemente de las estaciones transitorias de la conciencia, los toltecas creían que el destino final de todos los seres, después de su periplo por los reinos de la muerte, era llegar al Tamoanchan, la casa de nuestro origen, donde tenía su residencia espiritual Nuestro Señor Ketsalkoatl. El jeroglífico con que representaban este lugar era el caduceo: un árbol-serpiente.
Tamoanchan era el estado original y final de la creación, y la aspiración conciente o inconsciente de casi todos los seres humanos. De hecho, los toltecas interpretaban nuestro paso por la tierra como una ilusión; la verdadera vida tenía lugar allí:
"He aquí lo que nos dijeron los ancianos: nadie (en verdad) sale de Tamoanchan, el sitio del Espíritu. No es verdad, no es cierto lo que hacemos aquí; sólo es como una burla nuestra estancia (en la Tierra)." (Códice Florentino VI).
Por lo tanto, la entrada en Tamoanchan era un retorno al origen. Desde el punto de vista de la personalidad, la permanencia allí era eterna. No era un plano de sueño, sino de iluminación, y quienes lo alcanzaban con una conciencia lúcida recibían el honroso título de Itstika, despiertos.
Pero algunos mesoamericanos buscaban un destino diferente. Estos eran los naguales, quienes aspiraban a conservar por toda la eternidad las características individuales de su conciencia, sin dejarse deslumbrar, seducir o aterrar por las visiones habidas en los planos divinos, y sin diluirse en la intensidad vivencial del contacto con Ketsalkoatl en el Tamoanchan. A fin de conseguir su objetivo, los naguales seguían un arduo entrenamiento, cultivando el sueño y trabajando con los poderes de la Naturaleza, para gestar de ese modo un alter ego o doble energético al cual transferían en cierto momento sus principios mentales y emocionales, y a veces también los físicos.
A partir de ahí, tales personas morían como hombres y renacían como regentes de su propio Yokoya, mundo mental. El suceso era representado a través del símbolo de la ruptura del árbol de Tamoanchan, es decir, la liberación definitiva de la conciencia de sus raíces terrestres.
Los naguales no eran deudores, sino émulos de Ketsalkoatl. Su preparación chamánica les permitía crear, por lo que recibían el título de Moyokoyani, quien a sí mismo se inventa. Ketsalkoatl, el autor de este Universo, era el modelo más elevado de un nagual, razón por la cual otro de sus múltiples nombres era Nawalpiltsintli, príncipe de las transfiguraciones.
Debido a la incomprensible naturaleza de las actividades de los naguales, los invasores europeos los calificaron de brujos y los persiguieron casi hasta la extinción. En términos occidentales, diríamos que ellos eran los alquimistas prehispánicos.
(NOTA) Éste y los anteriores "¿QUÉ ES EL NAGUAL?" son propiedad intelectual de Frank Díaz. Si los distribuyes, utilizas, citas, etc., menciona la autoría de esta persona.
Por lo tanto, la entrada en Tamoanchan era un retorno al origen. Desde el punto de vista de la personalidad, la permanencia allí era eterna. No era un plano de sueño, sino de iluminación, y quienes lo alcanzaban con una conciencia lúcida recibían el honroso título de Itstika, despiertos.
Pero algunos mesoamericanos buscaban un destino diferente. Estos eran los naguales, quienes aspiraban a conservar por toda la eternidad las características individuales de su conciencia, sin dejarse deslumbrar, seducir o aterrar por las visiones habidas en los planos divinos, y sin diluirse en la intensidad vivencial del contacto con Ketsalkoatl en el Tamoanchan. A fin de conseguir su objetivo, los naguales seguían un arduo entrenamiento, cultivando el sueño y trabajando con los poderes de la Naturaleza, para gestar de ese modo un alter ego o doble energético al cual transferían en cierto momento sus principios mentales y emocionales, y a veces también los físicos.
A partir de ahí, tales personas morían como hombres y renacían como regentes de su propio Yokoya, mundo mental. El suceso era representado a través del símbolo de la ruptura del árbol de Tamoanchan, es decir, la liberación definitiva de la conciencia de sus raíces terrestres.
Los naguales no eran deudores, sino émulos de Ketsalkoatl. Su preparación chamánica les permitía crear, por lo que recibían el título de Moyokoyani, quien a sí mismo se inventa. Ketsalkoatl, el autor de este Universo, era el modelo más elevado de un nagual, razón por la cual otro de sus múltiples nombres era Nawalpiltsintli, príncipe de las transfiguraciones.
Debido a la incomprensible naturaleza de las actividades de los naguales, los invasores europeos los calificaron de brujos y los persiguieron casi hasta la extinción. En términos occidentales, diríamos que ellos eran los alquimistas prehispánicos.
(NOTA) Éste y los anteriores "¿QUÉ ES EL NAGUAL?" son propiedad intelectual de Frank Díaz. Si los distribuyes, utilizas, citas, etc., menciona la autoría de esta persona.
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